La Elvirita

Una noche del verano del 1969.

Un pueblo andaluz, en la Sierra Norte de Sevilla, prácticamente dejado de la mano de Dios.

Fiestas patronales: una feria de cuatro lunares, tres volantes y dos farolillos mal contados.

Una niña morena y canijilla que baja para su casa después de pasar el rato entre amiguitos. No cuenta ni los diez años y va sola, pero no pasa nada. En el pueblo todos se conocen. Acaba de gastarse unas cuantas pesetas echando en la tómbola parroquial y vuelve a casa con una tina de cobre que es casi más grande que ella. Cuando leyó la palabra "tina" en la papeleta ni siquera sabía lo que significaba. Pues señor, nunca te acostarás sin saber una cosa más, aunque a ella le hubiese gustado que Tina fuera el nombre de aquella muñeca blandita y enorme con coletas de lana que colgaba del techo del tenderete. Habría sido la envidia de su hermana y del resto de las niñas de la calle, anda que no. Pero hete aquí que, en lugar de eso, marchaba ella por medio de aquella solitaria carretera con una especie de palangana enorme de cobre colgando. Qué bien...

En esto que se le cruza una señora del pueblo y exclama, muy ufana y con una sonrisa de oreja a oreja:

-¡Elvirita! ¿Eso tá tocao?

-Yo no soy Elvirita -contesta la niña, descolocada y aguantando la risa. ¡Menudo nombre le había puesto!

-¿Ah no? ¿Y tú quién eres?

-Yo María, de las casas baratas.

-Ay, fíjate tú que yo te había confundido con la Elvirita, la que vive tres calles más parriba. Es que con esta luz...

Cuando la niña llega a su casa y cuenta la historia, pitorreo general. Su padre se monda cada vez que recuerda la frase lapidaria de "¡Elvirita! ¿Eso tá tocao?"; de hecho, comienza a llamar Elvirita a María de vez en cuando.

Pasa el tiempo y, poco a poco, la anécdota se va olvidando. Hasta que, casi cuarenta años después, María la que veraneaba en las casas baratas la recuerda mientras se pela la fruta del postre y cuenta la historia a dos de sus hijas.

Las tres vuelven a reírse una vez más a cuenta de la Elvirita con esa risa absurda y feliz que no necesita humor inteligente para aflorar a los labios, sino simplemente una frase graciosa dicha en el momento justo y entonada con arte.

Me pregunto qué será de la Elvirita. Me pregunto dónde estará la tina de cobre. Pero sobre todo, me pregunto si mi abuelo sintió lo mismo que yo cuando le estalló la risa en la boca al escuchar por primera vez aquel nombre tan curioso.